ADÁN Y EVA

Para Adán, el paraíso era donde estaba Eva.

(Mark Twain)

 

Cuando la espesura de la niebla se fraccionó en trozos longitudinales y los rayos solares los atravesaron, aparecieron sonidos armónicos. El efecto de la adormidera abandonó a aquellos seres que habían sido esparcidos por todo el Edén y despiertos ya comenzaron a pasear entre la exuberante vegetación. Adam Kadmon, el dios vivo en el hombre, era hermafrodita, luego estaba atado a Lilith, pero no se entendió con ella. Él era dos, así también los demás, hasta que la adormidera los sumió en un profundo sueño. Cuando despertó Adam, vio que a su lado yacía una hermosa muchacha que le miraba con ternura.

−Hola, eres Adam, ¿no? Yo soy Eva, tu nueva compañera, soy tu alma y tú eres mi espíritu. Espero que me trates bien, que me ames y me comprendas. Así lo ha dispuesto Dios, que está en nosotros y nosotros en él. Me eres agradable a la vista, Adam.

Adam se quedó sin habla. No comprendía del todo las palabras, aún estaba somnoliento, o fuera de la realidad. Pero le gustó la muchacha, su voz suave, su hermosura. Necesitaba incorporarse para despertar del todo y ella hizo lo mismo. Se miraron y rieron; comenzaron a tocarse, a cogerse de las manos y anduvieron por entre la vegetación. Adam no se cansó de mirarla, se sintió feliz. Eva le guiaba por los senderos entre árboles y arbustos. Hizo un alto en el camino y puso las manos sobre los hombros del varón. Este quedó aturdido por un creciente deseo que no sabía calibrar, todavía estaba turbado por una desconocida razón.  Eva, más lanzada, se sonrió y acercó su boca a la del hombre. Y sus cuerpos se juntaron como dos imanes. En ese momento cayó una manzana del árbol bajo el que se encontraban. Eva se agachó, estiró el brazo para coger el apetecible fruto y cuando quiso hincar sus dientes en él, sonó una voz amenazante desde lo alto. Miraron hacia el cielo, pero no vieron nada, solo escucharon una advertencia:

−Este fruto no es comestible para vosotros, contiene una substancia que os hará ver el mundo desde el conocimiento del bien y del mal. Si lo probáis, os expulsaré de este Edén y vuestra vida dará un vuelco. Os aconsejo respetar mi ley o tendréis que cargar con las consecuencias. Seré implacable.

La voz que les había hablado se alejó y temerosos se miraron. Adam abrazó a Eva con la pasión que sigue al miedo y la mujer se entregó con vehemencia, anhelaba al hombre quien la penetró con desbordante fogosidad. Y así lo repitieron de tanto que les gustó hasta que sintieron hambre en sus estómagos. Eva, toda ella dispuesta, se levantó para ir a por comida y no encontró nada que le apeteciera más que el fruto del árbol bajo el que se amaron. Pudo convencer a Adam, quien estaba tan hambriento o más que ella, a comer aquello que parecía ser maldito. Encontraron el árbol del que colgaba aquella delicia jugosa y comieron manzanas hasta hartarse.

Era entonces cuando se vieron expulsados del Edén, ese jardín tan bien cuidado y se encontraron en una tierra inhóspita, desértica. Eva estaba disgustada y le comentó a Adam que, al parecer, aquellas palabras que no se sabía de dónde habían venido, eran ciertas.

−No me lo explico, ¿por comer unas manzanas nos tiene que pasar esto? No es justo, se estaba mejor en aquel vergel tan agradable. ¡Qué maldición tan extraña! ¿Y tú, Adam, qué dices? Pareces bobo, apenas hablas, solo me miras o me abrazas. Espabila, tenemos que encontrar una solución, la vida no puede ser tan mezquina. Haz algo, que para eso eres hombre.

La primera disputa estaba servida. Desde entonces ya no hubo paz en la tierra.

 

EL FALSO SUEÑO

 

 

La tía Teresa acababa de recibir la extremaunción. Ya no hablaba, pero debajo de sus párpados no cerrados del todo, parecía correr la vida a mucha velocidad. Sonia observaba fascinada la cara de su tía. Nunca había visto morirse a nadie y para castigar su curiosidad, había cogido entre sus manos la de Teresa. Conservaba el calor, no mucha pero suficiente para darse cuenta de que todavía no había parado la maquinaria vital.

No había convivido con su tía, salvo durante las fiestas del pueblo. Sabía por su madre la vida de esta mujer que estaba a punto de dejar su existencia. A sus ochenta y ocho años apenas tenía arrugas, había tenido una vida sin sobresaltos, sin marido ni hijos. Gastó su vida en adorar a Dios, la Virgen y los Santos. Una buena beata –pensó Sonia. ¿Qué pasará ahora por su cabeza, si es que aún conservaba la facultad de pensar?

El sacerdote se había marchado unos minutos antes y las dos mujeres estaban solas a falta de más familiares. Un par de vecinas quisieron acompañar a la moribunda, pero Sonia no dejó que estuviesen en la habitación. Necesitaba estar exclusivamente con la hermana de su madre, ser el único testigo del paso entre la vida a la muerte de Teresa. Escudriñaba el rostro de su tía que respiraba a intervalos entrecortados. Hubiese querido penetrar en su mente, ver qué sucedía en el último momento, qué es lo que se siente y se ve. Pero los últimos secretos de la vida no son perceptibles ni a vivos ni a muertos.

Teresa estaba consciente de que había llegado el momento en que entregaría su alma al Señor, al menos eso esperaba. Lo había hablado con el cura, había leído al respecto y no tenía miedo porque desde siempre confesaba claramente sus pecados que no eran muchos. Alguna envidia, algún mal pensamiento, alguna riña vecinal, pero el confesionario borraba con facilidad esas menudencias. Su testamento estaba redactado a favor de la iglesia, así que ella esperaba una entrada agradable al cielo de los creyentes cristianos. Porque un sacerdote  le había dicho años atrás que existían varios cielos, para cada  creencia el suyo, y la fe católica era sin duda la más potente.

Una agitación momentánea hizo arrancarle a Teresa un ruido gutural extraño, le siguió un largo silencio. Sonia se quedó paralizada y soltó la mano de la tía para colocarla al lado del cuerpo. Llamó a la enterradora para que avisara a la funeraria.

Mientras, Teresa entraba en el limbo esperando ser recibida y llevada de la mano de San Pedro para entrar en el paraíso. Se extrañó que tardasen tanto, que nada había ni cambiaba, el limbo era una cosa insustancial, carente de espacio, era la nada más absoluta. Ni siquiera percibió su colocación al ataúd, ni pudo escuchar su misa, ni veía ángeles, ni a Jesús y tras meses de estar empotrada en el nicho comenzó su descomposición y seguía la nada, nada de nada, ni razón ni cielo, ni paraíso. Había vivido engañada, tal vez hubiese tenido que pecar más, para ver si al menos existía el infierno… ¡Qué desengaño se llevarán todos! –fue el último mensaje emitido por los gusanos que se ocupaban en hacer desaparecer cualquier vestigio del cuerpo terrenal de Teresa.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

ETERNOS. Petra Dindinger. ACEN Editorial (2016).

Donde habita el amor

Petra Dindinger es autora de la novela La barrera, con la que fue galardonada con el XII Premio Ciudad de Irún. También ha publicado numerosos relatos en antologías y selecciones de textos premiados. Con los relatos de Eternos (Acen, Castellón, 2016) se acerca a un buen número de enredos amorosos que gobernaron los destinos de diversos personajes históricos y legendarios.

Enmarcados por un prólogo de Rosario Raro y por un epílogo de Verónica Segoviano, heraldos de la palabra, los relatos de Petra Dindinger, todos con subtítulo aclaratorio del tipo de relación que se “ejemplifica” en las sugerentes historias que los nutren, penetran en diferentes caras de las vinculaciones amorosas. Así pues, se asiste al desarrollo de amores admirados, exiliados, condenados, incondicionales, traicioneros, palaciegos, eternos, enclaustrados, irrenunciables, belicosos, acorazados, ausentes, anhelantes, indiferentes, suaves, lascivos, atortolados, filiales, predestinados, maduros y hasta porque sí.

                Petra Dindinger se centra en el enamoramiento y en la cadena de acontecimientos que este genera. Del mismo modo que escribiera en toscano el barroco Giovanni Francesco Loredano sus Ragguagli di Parnaso, en cuya traducción al castellano resumió en sonetos cada uno de los pasajes el almazorense Miguel Egual en el siglo XVIII, ahora Dindinger evoca en este racimo de relatos con voluntad de pieza única —por lo de constituir un libro y por lo adecuado del punto de vista de la autora—, amores que remiten a leyendas, a hechos históricos y a invenciones literarias que sirven como referente del caudal narrativo de la autora alemana afincada en Nules. Dindinger regresa a las fuentes que generaron tantas pasiones para renovarles la piel, para volverlas a contar con rigor y naturalidad, para actualizarlas con una voz próxima y clara, aderezada de imágenes frescas, delicadas y potentes a la vez.

Desde el primer momento, como para advertirnos de que todo los que vamos a digerir es pura literatura, se fija en los desencuentros con el amor y con la vida de Virginia Woolf;  y también para hacernos ver que el amor es juego se centra en Chao Ming-Chang y su esposa Li; e incluso pasaremos por cuentos dentro de cuentos, como en “Unión”. Y será en esta sucesión de vivencias donde encontraremos a personajes cuyo eco nos va a resultar familiar: la hija de Tintoretto, Anayansi y Vasco Núñez de Balboa, Abelardo y Eloísa, el rey Juan II y su amigo Álvaro de Luna, Safo y Eranna, Hanisa y Haika, Lanzarote y Ginebra, y hasta la hetaira Friné “lasciva” que tanto ha dado que hablar desde que incendiara con su fuego el mármol de Praxíteles.

El título del libro, que apela a lo sobreentendido, se justifica en la medida en que somos conocedores de la existencia de estos amores “eternos”; pero es en situar al narrador a pie de obra unas veces, y en la voz de los protagonistas en otras, donde reside la novedad y el acierto de Petra Dindinger. Nadie como el enamorado para saber lo que cuesta tragar un nudo de desencuentro, un desprecio o una mirada que avanza el fruto de unos labios. Nadie como el criado, el consejero o el amigo para comprender y contar lo que contempla de cerca y casi toca. Sobre todo porque estos narradores son cautivos de lo que ven y no caen en un lenguaje alambicado. La palabra como arma de seducción y de entendimiento entre personas —como ya hizo ver en su novela epistolar La barrera— es también en Eternos un elemento determinante que ofrece sin ambages la posibilidad de tejer relaciones tan poliédricas como sugerentes, y este es un terreno en el que Petra Dindinger se desenvuelve con soltura y nos gana como incondicionales lectores.

PASQUAL MAS

RAÍCES

Escarbaba en la tierra

cada vez más hondo

uñas ennegrecidas y dedos sucios

no pudo creer lo que emergió

mojó los cristalinos con lágrimas

arañó el último vestigio

del que brotó savia hosca

milenaria miseria humana

orgullos enterrados con deseos revertidos

buscó afanosamente sus raíces

encontró las del mundo entero

que cabían en el hueco de una grieta.

 

Quería huir

de tantas verdades crueles,

culpas universales envasados

en dulces paquetes con lazo

cicatrices carnosas infiltradas

en confesiones entre maderas

cerraba la boca del saber

preso de llamas con ideas

que olían a leña quemada

y sus ojos vieron renacer lo ya vivido.

ABRUMADAS IMÁGENES

Abrumadas imágenes

no caben en mis ojos sin ser plegadas

picante espectro de colores

cuadros, rombos, círculos andantes,

el lugar azul es traspasado

ando entre cuarenta piernas lentas

bosque de bachilleres cansados

riachuelo plateado insiste a

seguir bailando en el tugurio

remueve minerales pesados

busca el abrazo verde  y

altas copas lloran conmigo

nubes sonrientes saludan con ironía

son un manto que no tapa,

burlas grises acaban en el cajón

de los deberes mal llevados.